lunes, 26 de febrero de 2018

¿Podemos corregir la genialidad? (o Cómo corregí a Carpentier)



En este artículo refiero mi experiencia al corregir una antología de textos de Alejo Carpentier y aprovecho para reflexionar sobre la complejidad, no siempre justamente reconocida, del trabajo del corrector de estilo

Las personas que han interactuado profesionalmente conmigo (y también aquellas que han “sufrido” eventualmente mis correcciones no solicitadas) saben que soy muy estricta, hasta el extremo de ser perfeccionista, con el uso de las reglas ortográficas. En resumen, que puedo convertirme literalmente en una “piedra en el zapato”, para no utilizar otra expresión más vulgar y de uso mucho más extendido. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo y profundizo más en el sentido y la razón de determinadas normativas de la lengua, he tendido a tornarme (aunque quizás no se note demasiado aún) bastante más flexible al respecto. 

He aprendido, sobre todo con mi trabajo como correctora (aunque también escribiendo yo misma y, por supuesto, leyendo muchísimo), que cada escritor tiene un estilo propio y que las reglas ortográficas no pueden ser una mordaza para su expresión libre. Cierto que hay algunas de obligatorio cumplimiento, más que nada las que regulan la forma en que se escriben las palabras y el uso de adecuado de ciertos signos de puntuación, que, de no respetarse, nos harían incurrir en los llamados errores ortográficos, pero hay muchas otras que simplemente indican los modos más comunes o extendidos de usar la lengua escrita (la propia RAE ha dejado claro que se encarga de describir el uso del castellano más que de regularlo) y existe un margen de discrecionalidad a la hora de exigir que sean respetadas.

No es una tarea fácil para el corrector lograr que el texto que tiene ante sí sea correcto (o sea, que no incurra en errores ortográficos) y que a la vez conserve esa peculiaridad en la expresión de su autor que lo hace único: su “voz” o, lo que es lo mismo, su estilo, que en más de un caso llega a ser en gran parte responsable de su genialidad. Y para ilustrarlo, de forma algo extrema, por cierto, me gustaría referir una experiencia personal.
Alejo Carpentier

Hace unos años, cuando aún vivía y trabajaba en Venezuela, se me presentó una oportunidad profesional irrepetible: encargarme de la corrección de una antología de artículos de Alejo Carpentier, que este había escrito durante sus años como columnista de un importante diario de ese país. La obra, publicada por la editorial venezolana Monte Ávila en colaboración con la Fundación Alejo Carpentier, de Cuba, fue titulada Visión de Venezuela, ya que se tomó como criterio para la compilación que los textos, de temas muy variados, tuvieran en común un contexto: el venezolano.
 
Tal encargo implicó para mí un reto sin precedentes en mi trabajo como correctora, además de una responsabilidad enorme. Eso sin mencionar el privilegio único de tener entre las manos textos de semejante calidad literaria, cuyo autor, por demás, no tendría la posibilidad de disentir respecto mis correcciones. Esto último, más que un privilegio, era un peligro y una prueba a mi capacidad de autocontrol y a mi perfeccionismo patológico, pero sobre todo, a mi profesionalismo. Y a eso se sumó el hecho de que mi corrección fue la última que se hizo al texto enviado desde Cuba ya compilado (y después incluso maquetado por la editorial), que fue impreso tal y como salió de mis manos. 

Disfruté de total libertad y yo misma debí administrarla de manera que el resultado honrara, tanto la grandeza del escrito, como la confianza que se había depositado en mí. Antes que nada debía tomar algunas decisiones en cuanto al criterio a seguir. Se trataba de artículos publicados en la prensa por un periodo de más de diez años, que ya habían sido revisados en su momento por el corrector de turno en el diario en cuestión, que obviamente, dado el rango de tiempo, no habría sido siempre el mismo, por lo que había cierta variedad en los criterios utilizados. 

Por otro lado, es sabido que el tipo de corrección que se usa en la prensa, por su premura, nunca es tan estricta como aquella a la que se somete una obra literaria. Además, estábamos hablando de los años 50 del pasado siglo, lo que implicaba que los textos se ceñían a las reglas que en aquel entonces regían la lengua y que según los manuales ortográficos actuales podían resultar obsoletas o incluso ser vistas como erróneas.

El primer paso era, sin duda, homogenizar de algún modo el criterio de la corrección, ya que hubiera sido imposible respetar el utilizado en cada momento, más que nada por desconocer las reglas de la época. Tras mucho considerarlo y en consulta con la editora a cargo, me decanté por utilizar, en cuanto a lo formal, las normativas del momento (en definitiva, el libro saldría a la luz en la actualidad), pero a la vez procurando intervenir lo menos posible el texto en cuanto a contenido y estilo. 

Esto implicó que, si bien utilicé rayas donde antes había guiones y puse cursiva en lugar de comillas a los títulos de las obras artísticas mencionadas (por poner solo un par de ejemplos), me cuidé muchísimo de no mover una coma de su sitio a menos que su uso fuera sin lugar a dudas incorrecto (tal vez por obra del anterior corrector o un descuido del autor debido a la premura que implica el periodismo). Me tomé incluso el trabajo de consultar algunas de sus obras literarias cumbres en busca de construcciones similares que me ayudaran a profundizar en las peculiaridades de su modo de redactar y expresar las ideas, para así poder respetarlo al máximo. También revisé otras antologías en que algunos de esos artículos hubieran sido publicados con anterioridad, para tratar de acercarme lo más posible al texto original.

Era propio de Carpentier, entre otras peculiaridades, escribir oraciones complejas muy extensas, de esas donde una idea comienza y luego se ramifica con el uso de un gran inciso (o incluso de varios), y que luego finaliza, al cabo de muchas líneas, con una cita entrecomillada, y todo eso sin haber usado un solo punto y seguido. Le sigue tal vez una extensa enumeración, en que cada elemento constituye por sí mismo una oración con todas las de la ley, incisos incluidos, y en que alguno de ellos puede hasta devenir en otra enumeración de elementos más cortos, solapada dentro de la enumeración original. Y no obstante, un lector razonablemente entrenado puede llegar al final del párrafo sin perder el aliento y ni un ápice de toda la información transmitida y del sentido que el autor se ha propuesto imprimirle. 

Ojo, hablo de lector “entrenado” porque soy consciente de que no se trata en modo alguno de una lectura ligera. Como ocurre con los grandes genios literarios, que son a la vez un poco transgresores de lo comúnmente aceptado como “correcto”, leer sus obras requiere de quien las enfrenta cierto nivel de esfuerzo intelectual. Y en eso radica precisamente aquello a lo que me refería al inicio de este artículo. 

Si algún corrector hubiera pretendido hacer esa lectura más “potable”, colocando (tal como indican las reglas del buen escribir) un punto y seguido aquí y otro allá, agregar o quitar las comas según los criterios aceptados, y ya puestos, acotando tal vez el pródigo uso de los adjetivos (de los que, según otras normas, no se debe abusar) también propio de este autor… ¿Qué hubiera quedado para la posteridad de ese estilo tan poderoso, capaz de retratar, más que describir, de esa manera inigualable en que Carpentier lo hacía, toda expresión de grandeza, ya fuera natural o artística?

Por supuesto que en el trabajo cotidiano pocas veces tenemos una experiencia tan extrema como la que he descrito antes, pero creo que todo escritor es único y debemos esforzarnos por evitar que esa obsesión que tenemos por la perfección vulnere su autenticidad y llegue a apagar la chispa de genialidad que puede estar allí agazapada. Agucemos el oído para tratar de escuchar esa voz y no interpretemos su eventual resistencia a nuestras sugerencias solo como una muestra de soberbia. Somos aliados del escritor, no censores de su libertad de expresión. Nuestra tarea es permitir que su peculiaridad pueda aflorar y expresarse de la manera más correcta posible.

Aquí dejo a mis colegas correctores y escritores esta reflexión y, como muestra, un par de fragmentos de uno de los artículos más bellos de la antología de Carpentier, titulado “El Salto Ángel en el reino de las aguas”:

…Mundo de las rocas, la Gran Sabana es también el reino de las aguas vivas; de aguas nacidas e increíbles altitudes, como las del Kukenán, paridas por el Roraima, o las del Surukú, de arduas riberas. A los prestigios de la piedra, de lo inamovible y bien encajado en el planeta; a la dureza de los cuarzos, de las rocas indígenas, de los pórfidos, sucede ahora la magia de lo fluyente, de lo inestable, de lo nunca quieto, en saltos, juegos y retozos de ríos arrojados a los cuatro vientos de América por las mesetas madres, y que, en su mayoría, van a engrosar, luego de muchos vagabundeos y desapariciones —recogiéndose de paso el oro y algún diamante—, el fragoroso y salvaje Caroní. Comprendemos ahora cómo, caído de tan alto, rico de tantas aventuras, el Caroní se rehúsa a toda disciplina, rompiendo los cepos que quiso apretarle la dura y sofocante naturaleza de abajo.



…Pero ahora, hay que añadir un nuevo elemento de prodigio a ese mundo que se ha puesto en movimiento, agitando velos y estandartes. Ese elemento, que habrá de agotar nuestras reservas de asombro, es el color. En la Gran Sabana el agua de los ríos, en la proximidad de los saltos, suele hacerse casi negra, de una negrura rojiza, de azúcar quemado, con una rugosa consistencia de asfalto a medio enfriar. Esto se explica por la acumulación, en tales lugares, de enormes cantidades de hojas muertas, venidas de lo hondo de la selva con su carga de tintes. Mas, de pronto, el río se libera de su costra, saltando al vacío. En ese momento se opera el milagro de la transmutación: el agua se torna de oro. De un oro amarillo y ligero, cuya coloración se matiza hasta el infinito, entre el amarillo de azufre y el color de herrumbre. Ese oro que cae, canta, rebota y bulle, ardido por los esmaltes del espectro, es el que pudo soñar Milton para las cascadas de su Paraíso perdido, ya que solo las desmedidas imágenes del ciego visionario, con sus gigantes coronados de nubes, cabrían en estas «tierras aún sin saquear, cuya gran ciudad los hijos de Gerión llamaron El Dorado».*


*ALEJO CARPENTIER. Visión de Venezuela (Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, Venezuela, 2014)

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4 comentarios:

  1. A labour of love, como dirían en inglés, desde luego. Es un equilibrio difícil de conseguir, respetar el estilo del escritor y atenerse a las reglas, pero eso es lo que distingue a un profesional de verdad. Felicidades, Vivian.

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    1. Gracias, Olga. Por leer, por comentar y desde luego, por la confianza que depositas siempre en mí. Un abrazo

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  2. Es un trabajo admirable el que realizas, siempre que pienso en ti me viene a la mente una palabra, rigurosa, y este artículo me lo confirma. Un abrazo y es un placer trabajar contigo.

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